A medida que pasa el tiempo, recuerdo más momentos de mi infancia que creía perdidos. Y la verdad, uno encantado. Supongo que la vida se trata de eso. Acumular experiencias. Crear tu propia biblioteca de momentos y en algún instante de vida futura, acudir a esa inmensa biblioteca por placer o necesidad. Dejémonos de historias cercanas a la metafísica de usuario y pensemos en cine. En estos primeros días de otoño, me ha venido a la mente, una de esas pelis que uno recuerda con añoranza y disfruta cuando le viene en gana; “La huella" (Joseph L. Mankiewicz, 1972). Quizás fuese de las primeras películas de mi infancia. Seguro la vería en televisión. El caso es que el primer vago recuerdo que tengo de ella, es el autómata marinero que tenía el señor Andrew en su salón. Más de un sueño inquieto tuve con el dichoso juguetito. No obstante, a medida que el tiempo pasaba, y con las constantes reposiciones y algún que otro visionado fortuito, “La huella" se ha convertido en una de esas películas, que en determinadas tardes o noches, uno disfruta con la puesta en escena de sus dos personajes, encarnados por dos leyendas de la interpretación; Sir Laurence Olivier y Michael Caine. Un verdadera “tour de force" interpretativa. Un cara a cara entre una leyenda viva de aquel momento como era Olivier, y un joven Caine, que ya daba sobradas cuentas de ser unos de los grandes actores de la historia. Dos actores con oficio, y un marcado estilo particular.
“La huella" es la adaptación cinematográfica de la obra teatral homónima de Anthony Shaffer. El reto de llevar esta obra a la cinematografía no era las localizaciones, la interacción de un grupo de intérpretes elevado, los efectos especiales,… nada de eso. El reto era tener al público en vilo durante el metraje, sin intentar adulterar la obra teatral. Aquella proeza fue posible a la conjunción de Mankiewicz, Olivier y Caine, que aparte de ofrecernos su magistral trabajo, hicieron de Shaffer (el autor), un nombre muy a tener en cuenta. La propuesta osada del escritor de novelas de misterio Andrew Wyke, al peluquero Milo Tindle, le abriría las puertas de la industria, y trabajar con uno de los grandes, Alfred Hitchcok.
Hitchcock y Shaffer. New Beverly Cinema.
La realización del film es ortodoxa, de la vieja escuela, sabiendo sacar provecho a cada gesto o movimiento de sus intérpretes en estado de gracia. Su director, es uno de los grandes. Igual sacó adelante el mega proyecto de “Cleopatra” (1963), como tras venir de dirigir un western con Douglas y Fonda (“El día de los tramposos", 1970) se mete en un estudio para filmar una historia donde la palabra y la interpretación son los pilares de la película. El argumento, como hemos dicho en otras ocasiones, no es original en sí. En otras obras literarias, películas, series de tv, la idea puede ser encontrada, pero no contada de forma tan magistral por sus personajes. La trama se convierte en un juego no solo para sus protagonistas, sino que involucra poco a poco al espectador. Normalmente la mayoría de los films de hoy en día, logran con la realización, el artificio cinematográfico, alguna que otra cara conocida, un producto final mínimamente tragable. Existen excepciones. A pesar de los años que nos separa de su filmación, las modas, estilos visuales, atmósfera,… “La huella" es un clásico imperecedero. Un objetivo de cámara y el trabajo de dos grandes intérpretes, levantan una película de puro sabor interpretativo. Un plato para deleitar tranquilamente, sin la prisa de los precocinados por las plataformas visuales de la actualidad, o los tan poco condimentados de la cartelera actual. Hoy nos hemos puesto un tanto gourmet, cinematograficamente hablando. ¡Qué aproveche!
Cartel de la película
Tráiler de la película: https://youtu.be/DGz1QTj9-d4