Aquella tarde de domingo, a principio de los ochenta, salía del cine como tanto otros domingos, acompañado por mis padres y hermano. Fue una tarde y noche muy diferentes. La proyección de aquella película había sembrado en mí un enorme temor, un horror que a fecha de hoy ha estado latente de una u otra forma. No era una película de monstruos o un thriller de la época, era la puesta en escena de cómo la humanidad, empujada por los egos de los altos estamentos, aquellos a los que se les llena la boca de palabras como “bienestar del pueblo”, “convivencia”, "fraternidad”,… conducen al hombre a la aniquilación total del presente. Es una película que jamás quedará obsoleta en cuanto a la temática. El drama cava en nuestra psique a golpe de pala, con mano firme, sin andarse con rodeos. La tremenda fuerza de la verdad queda expuesta ante los ojos de unos espectadores pávidos ante los hechos, hundidos en la reflexión de sus pensamientos. Es una obra de cine club, de cineforum, para enseñar a futuras generaciones, a los estudiantes de instituto. “El día después” de Nicholas Meyer (1983), es un alegato hacia la enorme responsabilidad que recae en nuestros gobernantes, y de la humanidad en pos siempre de la defensa de la vida, y de un futuro de paz.
Hoy más que nunca existen proyectos gubernamentales, ayudas internacionales, que parecen diluirse o no haber hecho ningún tipo de efecto sobre los distintas generaciones. Se nos antoja ver la diplomacia mundial entre naciones como un escenario de cartón piedra, con intereses de poder y dinero, tras bambalinas teñidas de sangre, pobreza e ignominia humana. ¿O nunca ha sido así?
El director Meyer supo filmar una película (en principio para consumo televisivo) con enorme carga de verdad, sin centrarse mucho en engranajes políticos, solo en la vida normal y corriente de distintas personas y familias. La técnica narrativa es cercana al cine de catástrofes de los años setenta y primeros de los ochenta. A medida que va transcurriendo la trama en su primer tramo, se nos presenta a los diferentes personajes, sus motivaciones, sus vidas. En este caso desde una familia ganadera, hasta un doctor, pasando por estudiantes,… De esta forma, si o si, el espectador de seguro va a empatizar con alguna de esas situaciones.
La labor interpretativa es muy destacable, recayendo las interpretaciones en actores y actrices con dilatada carrera, o en jóvenes con enorme talento. Tenemos a Jason Robards interpretando al doctor Oakes, sirviéndonos de conductor en gran parte del film; a JoBeth Williams, también veterana, del que el gran público tiene recuerdo como la madre de la pequeña Carol Anne en “Poltergeist” (1982); a Steve Guttemberg que se haría archiconocido en producciones como “Loca Academia de Policía” (1984), “Cocoon” (1985) o “Cortocircuito” (1986); y así uno tras uno.
La calidad interpretativa, de la propia producción, incluyendo sus efectos especiales, y la repercusión del guion en la reflexión del espectador, hizo que diese el salto al cine. Su demoledor mensaje, sus imágenes, huyendo de ese postureo o lucimiento del artífico cinematográfico en cine de catástrofes, centrándose en sus personajes y los diferentes argumentos, hacen de “El día después” una película referente en la década de los ochenta e incluso en nuestros días.
Hay momentos que golpean al espectador de forma tremenda. De ellos, puedo destacar: la conversación entre el doctor y su esposa en el dormitorio, mientras ven en la televisión las noticias; el delirio de la joven que se iba a casar; la entrada del personaje interpretado por Steve Guttemberg a una cancha de baloncesto, descubriendo el dolor y el desamparo de cientos de víctimas (una secuencia que nos recuerda al maravilloso y épico plano realizado desde una gran grúa en “Lo que el viento se llevó” (1939), observándose los horrores del enfrentamiento entre norte y sur estadounidense).
Técnicamente es un producto muy logrado. El maquillaje es de los mejores realizados en aquella época, con resultados conmovedores. Obra de los artistas: Judy Corona (estilista); Zoltán Elek (maquilladora); Dorotea Larga (estilista); Michael Molinos (maquillador protésico) y Michael Westmore (diseñador de maquillaje). Todos ellos con extensas y exitosas filmografías a día de hoy, demostrando su enorme calidad profesional.
En el apartado musical destaca el compositor Harald Kloser, por ofrecernos una partitura que nos evoca la propia tierra estadounidense. Su composición resucita sonidos familiares de Aaron Copland (1900-1990). A través de la predominancia de los instrumentos de la familia de viento, paseamos y planeamos por las enormes planicies de los Estados Unidos, ofreciéndonos la lente de Meyer unas imágenes tremendamente hermosas y diría casi poéticas, en oposición a las dramáticas imágenes del final. El director va a aprovechar cualquier momento de estos para transmitirnos la magnificencia de los atardeceres, del amanecer, de los entornos, de todo aquello que se nos escapa por motivos de nuestra atropellada vida profesional y social. Lienzos de instantes, en los que el hombre como elemento de la belleza de la creación, se revela alentado por la avaricia, la soberbia y la ira, ante el estupor del resto, creando la destrucción masiva de este mundo.
Nicholas Meyer no deseaba hacer más trabajos para la televisión, pero cambió de idea ante el guion de Edward Hume, basado en “Charlottesville” de Nan Randall. Filmó una historia atemporal. Una película que debería ser más publicitada entre las nuevas generaciones, sobre las consecuencias de un enfrentamiento a escala de lo descrito. Sobre todo, porque de seguro, se ha perdido esa percepción real del peligro latente. Las redes sociales, los videojuegos, las realidades virtuales,… nos hacen ver este tipo de acontecimientos, como solo posibles en la pantalla de nuestro teléfono. El sufrimiento, la condena, el olor y el color de la muerte, quedan a veces veladas tras las capas dulces de noticias que juegan con nuestras emociones de forma infantil, presentándonos realidades alternativas a unas conveniencias ideológicas, a índices de audiencia,… convirtiéndonos por desgracia en títeres de intereses que quizás el tiempo descubra a futuras generaciones. Consiguiendo al menos de ellas, quizás, nuestra redención por pasividad e ignorancia.